Juan Diego Cuauhtlatoatzin
(1474-1548)
Según una tradición bien documentada nació en 1474
en Cuauhtitlán, entonces reino de Texcoco, perteneciente a la etnia de los
chichimecas. Se llamaba Cuauhtlatoatzin, que en su lengua materna significaba
«Águila que habla», o «El que habla con un águila».
Ya adulto y padre de familia, atraído por la
doctrina de los Misioneros Franciscanos llegados a México en 1524, recibió el
bautismo junto con su esposa María Lucía. Celebrado el matrimonio cristiano,
vivió castamente hasta la muerte de su esposa, fallecida en 1529. Hombre de fe,
fue coherente con sus obligaciones bautismales, nutriendo regularmente su unión
con Dios mediante la eucaristía y el estudio del catecismo.
El 9 de diciembre de 1531, mientras se dirigía a
pie a Tlatelolco, en un lugar denominado Tepeyac, tuvo una aparición de María
Santísima, que se le presentó como «la perfecta siempre Virgen Santa
María, Madre del verdadero Dios». La Virgen le encargó que en su nombre
pidiese al Obispo capitalino el franciscano Juan de Zumárraga, la construcción
de una iglesia en el lugar de la aparición. Y como el Obispo no aceptase la
idea, la Virgen le pidió que insistiese. Al día siguiente, domingo, Juan Diego
volvió a encontrar al Prelado, quien lo examinó en la doctrina cristiana y le
pidió pruebas objetivas en confirmación del prodigio.
El 12 de diciembre, martes, mientras el Beato se
dirigía de nuevo a la Ciudad, la Virgen se le volvió a presentar y le consoló,
invitándole a subir hasta la cima de la colina de Tepeyac para recoger flores y
traérselas a ella. No obstante la fría estación invernal y la aridez del lugar,
Juan Diego encontró unas flores muy hermosas. Una vez recogidas las colocó en
su «tilma» y se las llevó a la Virgen, que le mandó presentarlas al Sr. Obispo
como prueba de veracidad. Una vez ante el obispo el Beato abrió su «tilma» y
dejó caer las flores, mientras en el tejido apareció, inexplicablemente
impresa, la imagen de la Virgen de Guadalupe, que desde aquel momento se
convirtió en el corazón espiritual de la Iglesia en México.
Movido por una tierna y profunda devoción a la
Madre de Dios, dejó los suyos, la casa, los bienes y su tierra y, con el
permiso del Obispo, pasó a vivir en una pobre casa junto al templo de la «Señora
del Cielo». Su preocupación era la limpieza de la capilla y la acogida de
los peregrinos que visitaban el pequeño oratorio, hoy transformado en este
grandioso templo, símbolo elocuente de la devoción mariana de los mexicanos a
la Virgen de Guadalupe.
En espíritu de pobreza y de vida humilde Juan Diego
recorrió el camino de la santidad, dedicando mucho de su tiempo a la oración, a
la contemplación y a la penitencia. Dócil a la autoridad eclesiástica, tres
veces por semana recibía la Santísima Eucaristía.
En la homilía que Vuestra Santidad pronunció el 6
de mayo de 1990 en este Santuario, indicó cómo «las noticias que de él
nos han llegado elogian sus virtudes cristianas: su fe simple[...], su
confianza en Dios y en la Virgen; su caridad, su coherencia moral, su
desprendimiento y su pobreza evangélica. Llevando una vida de eremita, aquí
cerca de Tepeyac, fue ejemplo de humildad» (Ibídem).
Juan Diego, laico fiel a la gracia divina, gozó de
tan alta estima entre sus contemporáneos que éstos acostumbraban decir a sus
hijos: «Que Dios os haga como Juan Diego».
Circundado de una sólida fama de santidad, murió en
1548.
Su memoria, siempre unida al hecho de la aparición
de la Virgen de Guadalupe, ha atravesado los siglos, alcanzando la entera
América, Europa y Asia.
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