miércoles, 29 de junio de 2016

Tres armas del Corazón de Jesús para la lucha espiritual.


1 Simplicidad de intención recta y pura.
2 Obediencia a los superiores o a la regla.
3 La Cruz.
“Solo el corazón humilde puede entrar en el Sagrado Corazón de Jesús, conversar con Él, amarle y ser amado de Él”. Santa Margarita María de Alacoque.


Santa Margarita María de Alacoque, la vidente del Sagrado Corazón de Jesús, recibió del Señor “tres armas” para la lucha espiritual en este mundo y finalmente alcanzar la propia purificación y transformación.
Primera arma
Santa Margarita confesó que nada le era más doloroso que ver a Jesús incómodo por alguna falta que ella había cometido. Cierto día Jesús le dijo: “Sabed que soy un Maestro santo, y enseño la santidad. Soy puro, y no puedo sufrir la más pequeña mancha. Por lo tanto, es preciso que andes en mi presencia con simplicidad de corazón en intención recta y pura”.
“Pues no puedo sufrir el menor desvío, y te daré a conocer que si el exceso de mi amor me ha movido a ser tu Maestro para enseñarte y formarte en mi manera y según mis designios, no puedo soportar las almas tibias y cobardes, y que si soy manso para sufrir tus flaquezas, no seré menos severo y exacto en corregir tus infidelidades”.
Segunda arma
Jesús reprendía severamente a Santa Margarita por sus faltas a la obediencia a sus superiores o a su regla.
Una vez, al corregirla le dijo: “Yo rechazo todo eso como fruto corrompido por el propio querer, el cual en un alma religiosa me causa horror, y me gustaría más verla gozando de todas sus pequeñas comodidades por obediencia, que martirizándose con austeridades y ayunos por voluntad propia".
En otra ocasión Cristo le reveló la acción del demonio con los indisciplinados. “Oye hija mía, no creas a la ligera todo espíritu, ni te fíes, porque Satanás está rabiando por engañarte. Por eso, no hagas nada sin permiso de los que te guían, a fin de que, contando con la autoridad de la obediencia, él no pueda engañarte, ya que no tiene poder alguno sobre los obedientes".
Tercera arma
Un día la Santa vio una gran cruz cubierta de flores y Jesucristo le manifestó que “poco a poco irán cayendo esas flores, y solo te quedarán las espinas, ocultas ahora a causa de tu flaqueza, las cuales te harán sentir tan vivamente sus punzadas, que tendrás necesidad de toda la fuerza de mi amor para soportar el sufrimiento”.
Más adelante, la Santa llegaría a decirle: “Nada quiero sino tu Amor y tu Cruz, y esto me basta para ser Buena Religiosa, que es lo que deseo”.
Estas armas espirituales permitieron que la Santa fuera creciendo en santidad y que poco a poco Jesucristo le revelara algunos deseos de su corazón.
En sus escritos, ella dejaría como legado el siguiente mensaje: “Solo el corazón humilde puede entrar en el Sagrado Corazón de Jesús, conversar con Él, amarle y ser amado de Él”.

martes, 28 de junio de 2016

Tiempos difíciles.


Hace falta que meditemos con frecuencia, para que no se vaya de la cabeza, que la Iglesia es un misterio grande, profundo. No puede ser nunca abarcado en esta tierra. Si la razón intentara explicarlo por sí sola, vería únicamente la reunión de gentes que cumplen ciertos preceptos, que piensan de forma parecida. Pero eso no sería la Santa Iglesia.

En la Santa Iglesia los católicos encontramos nuestra fe, nuestras normas de conducta, nuestra oración, el sentido de la fraternidad, la comunión con todos los hermanos que ya desaparecieron y que se purifican en el Purgatorio –Iglesia purgante–, o con los gozan ya –Iglesia triunfante– de la visión beatífica, amando eternamente al Dios tres veces Santo. Es la Iglesia que permanece aquí y, al mismo tiempo, transciende la historia. La Iglesia, que nació bajo el manto de Santa María, y continúa –en la tierra y en el cielo– alabándola como Madre.

Afirmémonos en el carácter sobrenatural de la Iglesia; confesémosle a gritos, si es preciso, porque en estos momentos son muchos los que –dentro físicamente de la Iglesia, y aun arriba– se han olvidado de estas verdades capitales y pretenden proponer un imagen de la Iglesia que no es Santa, que no es Una, que no puede ser Apostólica porque no se apoya en la roca de Pedro, que no es Católica porque está surcada de particularismos ilegítimos, de caprichos de hombres.

No es algo nuevo. Desde que Jesucristo Nuestro Señor fundó la Santa Iglesia, esta Madre nuestra ha sufrido una persecución constante. Quizá en otras épocas las agresiones se organizaban abiertamente; ahora, en muchos casos, se trata de una persecución solapada. Hoy como ayer, se sigue combatiendo a la Iglesia.

Os repetiré una vez más que, ni por temperamento ni por hábito, soy pesimista. ¿Cómo se puede ser pesimista, si Nuestro Señor ha prometido que estará con nosotros hasta el fin de los siglos? (cfr. Mt XXVIII, 20). La efusión del Espíritu Santo plasmó, en la reunión de los discípulos en el Cenáculo, la primera manifestación pública de la Iglesia (Ecclesia, quae iam concepta, ex latere ipso secundi Adami velut in cruce dormientis orta erat, sese in lucem hominum insigni modo primitus dedit die celeberrima Pentecostes. Ipsaque die beneficia sua Spiritus Sanctus in mystico Christi Corpore prodere coepit León XIII, encíclica Divinum illud munus ASS 29, p. 648).

Nuestro Padre Dios –ese Padre amoroso, que nos cuida como a la niña de sus ojos (Deut XXXII, 10), según recoge la Escritura con expresión gráfica para que lo entendamos– no cesa de santificar, por el Espíritu Santo, a la Iglesia fundada por su Hijo amadísimo. Pero la Iglesia vive actualmente días difíciles: son años de gran desconcierto para las almas. El clamor de la confusión se levanta por todas partes, y con estruendo renacen todos los errores que ha habido a lo largo de los siglos.

Fe. Necesitamos fe. Si se mira con ojos de fe, se descubre que la Iglesia lleva en sí misma y difunde a su alrededor su propia apología. Quien la contempla, quien la estudia con ojos de amor a la verdad, debe reconocer que Ella, independientemente de los hombres que la componen y de las modalidades prácticas con que se presenta, lleva en sí un mensaje de luz universal y único, liberador y necesario, divino (Pablo VI, alocución el 23–VI–1966).

Cuando oímos voces de herejía –porque eso son, no me han gustado nunca los eufemismos–, cuando observamos que se ataca impunemente la santidad del matrimonio, y la del sacerdocio; la concepción inmaculada de Nuestra Madre Santa María y su virginidad perpetua, con todos los demás privilegios y excelencias con que Dios la adornó; el milagro perenne de la presencia real de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía, el primado de Pedro, la misma Resurrección de Nuestro Señor, ¿cómo no sentir toda el alma llena de tristeza? Pero tened confianza: la Santa Iglesia es incorruptible. La Iglesia vacilará si su fundamento vacila, pero ¿podrá vacilar Cristo? Mientras Cristo no vacile, la Iglesia no flaquerá jamás hasta el fin de los tiempos (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 103, 2, 5; PL 37, 1353).

Autor: San Josemaría Escrivá de Balaguer.

lunes, 27 de junio de 2016

Te amo más.


María era una niña alpina, nacida en las montañas. Sus ojos se acostumbraron a gozar los pastos verdes y frescos salpicados de flores coloridas y olorosas. Creció con la música en el alma de riachuelos y cascadas, del viento entre los árboles, del silencio en las cumbres nevadas, cuando podía subir alto por caminos abiertos por las cabras, en los días soleados de la primavera. Se casó con un niño alpino. Bueno, más bien con un joven llamado Juan que resultó, por cierto, trabajador y capaz. Tan capaz, que una vez casados pudieron pronto construirse su casita. Ella diseñó un entero jardín a base de geranios y crisantemos en el balcón de su alcoba que daba al valle. Juan barnizó las persianas de madera clara. Y cuando estaban abiertas las ventanas, escapaba al camino un aroma de hogazas de pan recién horneado, o de cabrito asado, o de un pay de mirtilo que María preparaba y era la debilidad de Juan, y de los niños que comenzaron a llegar.
El caso es que Juan, que por ser tan capaz trabajaba en una empresa internacional de hidroeléctrica, fue asignado a otro destino. Le pedían que se trasladara por algunos años –no le dijeron cuántos- a supervisar las obras de una gran presa que se construiría en Islandia. Con su familia, claro está.
La presa estaba localizada en una zona particularmente alta y fría. Digamos la verdad, helada. El paisaje, casi permanentemente, consistía en unas cuantas tonalidades de blanco sucio, el marrón oscuro de las cumbres peladas que rodeaban el embalse, y una variedad de grises que se contagiaban unos a otros entre las nubes que poblaban el cielo y el agua que poblaba la tierra. Cuando había sol. Porque en Islandia, hay que recordarlo, es de noche la mayor parte del día seis meses al año. Al menos esto es lo que le parecía a María el lugar al que había llegado. Islandia es un país bello. Es verano la otra mitad del año. Pero María al principio, como decimos en España, lo pasó fatal. Y si no cayó en depresión es porque los alpinos son gente fuerte y sana, así se tranquilizaba Juan cuando la veía llorar en los días más oscuros y congelados del invierno y no sabía qué hacer para animarla.
Pero la verdad es que María y Juan se querían cada día más. Que los meses y años en Islandia los habían unido de tal modo que se consideraban cada día más felices y agradecidos por haberse encontrado y elegido, por haber decidido dedicar su vida uno al otro para siempre.
Y el día en que María descubrió esto, el sol volvió a brillar en Islandia. No fuera. Dentro de su casa. Allá afuera podía ser de noche, pero Juan era una presencia tan luminosa en su vida… Allá afuera podía hacer frío pero había calor en su hogar. Su casa no tenía balcón, y de flores ni pensarlo, tampoco había mirtilo para hacerle a Juan su pastel, y el pan negro que les tocaba comer en aquellas tierras no era demasiado sabroso, pero su esposo y ella se alimentaban de miradas y de gestos, de palabras y caricias, de presencia, de confianza, de fidelidad de tal manera, que no cesaban de encontrar día a día el modo de hacerse felices mutuamente. El tocino suplía el cabrito, las galletas los pasteles, y sus niños eran mil veces más bellos que todas las flores de su valle natal. Su vida matrimonial se había fraguado al fuego de una estufa eléctrica y no del de una chimenea. Al final, qué más daba, si estaba Juan con ella.
Y entonces aquel día resultó que el embalse sereno frente a su casa, de aguas limpias y profundas, le pareció hermoso; y miró a las montañas que lo rodeaban y las reconoció como suyas. Algo había de entrañable, de familiar, de amado, en la semioscuridad. Habían pasado muchos años allá. Años que, no cabía duda, habían sido inicialmente duros y dolorosos, pero que, hoy lo reconocía conmovida, fueron sincera y plenamente felices; y de ellos el paisaje, los alrededores de casa, la vecindad un poco desolada, había sido testigo y protagonista. Esta era su casa. Estas eran sus montañas, este era su lago, su lugar. Juan llegó a casa aquella tarde y encontró a María cantando las baladas de su tierra, canciones montañeras de su infancia. Cuando muchos años después, ya ancianos y establecidos de nuevo en los Alpes, María y Juan evocaban los largos años de Islandia - y eso que no narraban aquel día inesperado en que los sorprendió, inolvidable, el espectáculo de la aurora boreal- , quienes los escuchaban deseaban planear en la isla algunas largas vacaciones.
El caso es que la historia de María podría cambiarse por la de una chica americana que se llamara Mary, se hubiera casado con un tal John en California y se hubieran mudado al desierto de Phoenix. Donde en lugar de geranios en las ventanas, el jardín podría contener algún cactus y poco más, y en lugar de hielo, alrededor de casa habría solamente arena y polvo. Y podría cambiarse por la del alma que un día se encontró con Dios y comenzó una historia con Él de amor y de amistad por los caminos de la oración. Y que tras unos primeros años de consuelos sensibles, comenzó a experimentar las arideces “desérticas” o “heladas” que la invitaban al verdadero encuentro, al más profundo amor, a la unión. 
No redacto más. Sigan ustedes…
Autor:  ANGELES CONDE
Título original: Cuando la oración resulta fría y oscura


viernes, 24 de junio de 2016

Maestra de Esperanza.



María proclama que la llamarán bienaventurada todas las generaciones. Humanamente hablando, ¿en qué motivos se apoyaba esa esperanza? ¿Quién era Ella, para los hombres y mujeres de entonces? Las grandes heroínas del Viejo Testamento —Judit, Ester, Débora— consiguieron ya en la tierra una gloria humana, fueron aclamadas por el pueblo, ensalzadas. El trono de María, como el de su Hijo, es la Cruz. Y durante el resto de su existencia, hasta que subió en cuerpo y alma a los Cielos, es su callada presencia lo que nos impresiona. San Lucas, que la conocía bien, anota que está junto a los primeros discípulos, en oración. Así termina sus días terrenos, la que habría de ser alabada por las criaturas hasta la eternidad.


¡Cómo contrasta la esperanza de Nuestra Señora con nuestra impaciencia! Con frecuencia reclamamos a Dios que nos pague enseguida el poco bien que hemos efectuado. Apenas aflora la primera dificultad, nos quejamos. Somos, muchas veces, incapaces de sostener el esfuerzo, de mantener la esperanza. 

Porque nos falta fe: ¡bienaventurada tú, que has creído! Porque se cumplirán las cosas que se te han declarado de parte del Señor.

Autor: San Josemaría Escrivá.

Libro Amigos de Dios Punto 286

lunes, 20 de junio de 2016

Para un corazón.


Para un corazón que se aleja, 
un Dios que cuida y que espera.

Para un corazón que se pierde, 
un Dios que sale y busca.

Para un corazón cerrado, 
un Dios que insistentemente llama.

Para un corazón que excluye, 
un Dios abierto y sin barreras.

Para un corazón pichicato, 
un Dios que no se mide. 

Para un corazón marginado, 
un Dios que acoge, sin reservas.

Para un corazón que duda, 
un Dios que sostiene.

Para un corazón indiferente, 
un Dios que grita.

Para un corazón que olvida, 
un Dios siempre presente.

Para un corazón vacilante, 
un Dios persuasivo.

Para un corazón que traiciona, 
un Dios que perdona.

Para un corazón malvado, 
un Dios que sangra y sufre.

Para un corazón violento, 
un Dios desarmado.

Para un corazón frío, 
un Dios que abraza.

Para un corazón tibio, 
un Dios enérgico, sin dobleces.

Para un corazón necesitado, 
un Dios que se entrega.

Para un corazón herido, 
un Dios misericordioso y compasivo.

Para un corazón que se arrepiente, 
un Dios que premia.

Para un corazón que muere, 
un Dios, que resucita.

Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío.


Autor: Mons. Alfonso G. Miranda Guardiola.

martes, 7 de junio de 2016

4 consejos para crecer en santidad inspirados por Santa Teresa


1.- Solo sigue tratando de convertirte en un santo.

"El buen Dios no exige más de ti que buena voluntad… pronto, movido por tus inútiles esfuerzos, Él descenderá, tomándote en sus brazos, Él te llevará hacia arriba." Santa Teresa de Lisieux

La clave para crecer en santidad es que sigamos intentando, incluso si nunca vemos avances en nosotros mismos. Si nos levantamos cada vez que caemos y comenzamos de nuevo, Dios estará contento. Si viéramos nuestro progreso, podríamos pensar que es por nuestros propios esfuerzos que crecemos en virtud. La incapacidad de ver nuestro crecimiento nos mantiene dependiendo de Dios.

2.- ¿No sabes cómo amar a la gente? Comienza por pequeños actos de amor.

"Tengo que buscar… la compañía de hermanas que sean las menos agradables para mí… quiero ser amable con todo el mundo para dar alegría a Jesús." Santa Teresa de Lisieux
Pocos de nosotros sabemos cómo amar verdaderamente a las personas. Si no sabemos cómo, podemos empezar por hacer pequeñas cosas: sonreír a un extraño, ofrecerte a lavar los platos, abstenerte de protestar. Podemos comenzar con pequeños actos de amor, en especial con aquellos con quienes no nos llevamos muy bien, para que nos enseñen «cómo». Aprendemos a amar amando.

3.- Orar no tiene que ser complicado.

"Para mí, la oración es un impulso del corazón; se trata de una sencilla mirada lanzada al cielo, es un grito de reconocimiento y amor, tanto en la prueba como en la alegría." Santa Teresa de Lisieux

Dios es simple. Él es feliz tan sólo con que nos presentemos y pasemos un tiempo con Él, no tenemos que hacer x, y, z, para que esta sea una buena oración. Si te es difícil o te distraes, intenta mantener la concentración y confía en que aun así es buena, aún, si no consigues calidez y alegría no recibas los wram-fuzzies.

4.- Céntrate en amar a Dios, no solo en tus fallas.

"Tenemos que amarlo simplemente, sin mirarnos a nosotros mismos, sin examinar demasiado nuestras fallas" Santa Teresa de Lisieux

Dios no es un juez que está esperando a que nos equivoquemos, Él nos mira con amor, como sus hijos. Los niños intentan complacer a sus padres, pero algunas veces se equivocan y hacen desastres. Si estamos tratando de ser santos, Dios no nos rechazará por nuestras equivocaciones. Si nos enfocamos en el amor y la bondad de Dios, va a ser más difícil para nosotros desanimarnos.

Santa Teresa me enseñó, que convertirse en un santo no es fácil, pero si es simple. No tenemos que desalentarnos por nada, la debilidad, el fracaso, el pecado, o el sufrimiento. Podemos confiar en que Dios nos hará santos, si tomamos un pequeño paso hacia adelante todos los días.


Autora: Therese Aaker

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