No solo en el Islam persiguen a los cristianos, también existen otros regímenes para los cuales ser cristiano y más católico es una de las peores incomodidades.
Por favor lee este testimonio completo.
¿Cómo acaba un sacerdote mexicano preso en un calabozo en La Habana?
Bueno, la historia empieza con unas misiones que organizaba con unos cuantos chavales. Por una serie de sucesos, acabamos ayudando a organizar la visita del Papa Benedicto XVI a Cuba en 2012. A partir de esa visita, conocí al obispo de La Habana, que me propuso la idea de organizar unas misiones como las que había hecho en México pero allí en Cuba.
Y por eso cogió el avión…
Claro. Mi objetivo en aquel viaje era encontrarme con el obispo, que me llevaría a visitar algunas ciudades del país para preparar esas misiones. Ocurre que en Cuba un sacerdote no pasa desapercibido, para mal. De hecho, hasta diciembre del año pasado, que son las últimas noticias que tengo, los curas no podían celebrar más que una misa a la semana, en el día y la hora fijados por el Gobierno cubano. En caso de incumplimiento, acaban como yo, en la cárcel.
Pero a usted no le metieron allí por celebrar misa, ¿no?
No, a mí me metieron allí al llegar al aeropuerto, sin decirme el porqué ni nada, aunque luego supe que ya habían pinchado las conversaciones con el obispo que había tenido en México. Cuando aterricé en La Habana, al ir a coger mi maleta, se me acercaron dos guardias. “¿Luis Miguel García?”, me preguntaron. Y claro, yo les dije que sí, que era yo. Como iba ya prevenido, no llevaba puesta la sotana, sino ropa de calle, normal, pero aún así me cogieron las maletas y me llevaron al calabozo de la comisaría.
¿Cómo era?
Estaba lleno de gente que daba miedo. Yo entré allí totalmente desorientado y me senté como pude en uno de los bancos. Estábamos en la celda todos apelotonados, y el lavabo estaba allí en medio mismo. Recuerdo que se me acercó uno y me empezó a decir que me levantase. La tercera vez que me lo dijo, me levanté del banco. En cuanto estuve de pie, me soltó un puñetazo. Tan pronto ese hombre me pega, se levanta otro, un armario negro como de dos metros que estaba sentado al lado mío, y yo ya pensaba “hasta aquí llegué”… Entonces el enorme le dice al otro “Si lo vuelves a tocar, te parto la cara”. Y yo en shock.
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¿Y qué ocurrió entonces?
En ese momento, el que me había dado el puñetazo se acerca un poco más y le suelta al negro un cabezazo, pero este se gira y le zurra, lanzándolo contra otros. Así que se levantan todos y empieza una trifulca en la que llovían golpes por todos lados. En esas me vi y pensé que o entraba o salía aún peor, así que entré, golpeando a lo que podía, aunque nunca he sido muy de pelear, la verdad.
No es muy de cura, no…
Pero claro, 25 personas golpeándose sin saber qué bando es cuál, y tú con la adrenalina y el miedo encima… Te aseguro que es mejor que cualquier gimnasio. Tras unos diez minutos de pelea todos contra todos, llega un policía y empieza a golpear los barrotes con la porra a la vez que grita “¡Todos al suelo u os tiramos nosotros!”.
Y todos al suelo, claro.
Bueno, a los que no ya se encargaron ellos de que lo hicieran. Una vez se fueron los guardias, ya más calmados, empezamos a hablar unos con otros. “Oye, ¿tú por qué estás aquí?”, me preguntaban. Yo no sabía hasta qué punto podía contar, así que les dije simplemente “Soy mexicano, vine a visitar a un amigo y me metieron en el calabozo”. En estas que uno de los guardias se acerca y me dice “Miguel, al interrogatorio”. Saco la mano por los barrotes, me ponen las esposas, me llevan por el pasillo y me dejan en una habitación con apenas una mesa, un foco y dos sillas. “¿Tú qué viniste a hacer aquí?”, me pregunta el interrogador.
Lee el papel y hazlo desaparecer”
¿Le respondió?
Empecé a pensar muy rápido. Si les decía que vine a buscar al cardenal, quién sabe lo que le podía pasar a él, y si les digo que vine a hacer unas misiones, seguro que me quedo aquí encerrado. ¿Qué dije pues? Pues lo mismo que en la celda, que vine a visitar a un amigo. “¿Y qué viniste a hacer con tu amigo?”, fue la siguiente pregunta. “Vine a visitar algunas ciudades que me quería enseñar”, lo que tampoco era mentira. Como el interrogador no me sacaba de estas dos respuestas, me mandó de vuelta al calabozo. “Cuando quieras contarlo, me avisas”.
De vuela en la celda, ¿otra vez pelea?
No, en ese momento no. En la celda estaban todos los reclusos allí hablando. Recuerdo que nos traían la comida una vez al día, en un plato hondo. ¿Cómo describo ese plato? Imagínate las sobras de comida de toda una semana licuada con agua y trituradas. Pues esa compota era el rancho. Esa noche, mientras estaba intentando dormir un poco, vienen dos de los presos y me ponen un papel en la mano. En cuanto lo siento, me asusto y me levanto, y cuando me doy cuenta de que eran los que me habían golpeado, aún me pongo más nervioso. Me dicen “lee el papel y hazlo desaparecer”.
¿Qué ponía en el papel?
Lo abro y veo que es un telegrama, que decía más o menos así: “Te pido disculpas, espero que me entiendas, intenta salir como puedas”. Firmado por el cardenal.
Que era quien le había de ayudar a usted…
Cuando la única persona que te puede sacar de allí, y en quien tienes puesta la esperanza, te falla… creo que lloré al menos durante tres cuartos de hora. Estaba totalmente aislado, y empecé a rezar. Al contrario de lo que pueda parecer, no fue exactamente una oración de desesperación, sino de pedirle a Dios que me enseñara a entender por qué estaba yo allí. “Señor, ya no he de lamentar sobre si tomé la decisión correcta o no, ya estoy aquí, ahora ayúdame a ver qué he de hacer”. Muchas veces nos lamentamos y terminamos deprimidos por arrepentirnos de una decisión tomada, pero eso ya no se puede cambiar, solo cambiar el presente para mejorar el futuro.
Una lección aprendida en la celda.
Bueno, esto no lo entendí en ese momento, lo aprendí meses después. Al final estuve tres días metido en la cárcel. Los tres días hubo golpes y peleas, y al final ya era una forma de desestresarse. El segundo día, después del interrogatorio, se me acerca uno de los presos y me pregunta “Va, en serio, ¿tú qué viniste a hacer?”. Ya había cogido confianza y vi que podía contárselo. Le dije que soy sacerdote y que vine a preparar unas misiones. Entonces varios de los que había en la celda se empezaron a acercar y varios de los que me habían estado defendiendo se empezaron a alejar. Una vez lo hube contado, uno de ellos se me acercó y me dijo algo que me hizo entender por qué estaba yo allí.
¿Qué es lo que te dijo?
Primero me contó su historia. Me dijo que llevaba un año sin ver a su familia. Él era de República Dominicana, y vino a La Habana por trabajo. Un día se le acercó la policía por la calle, le revisaron la mercancía y le encontraron droga, pero es droga que él ni siquiera sabía que llevaba, que no era suya. Lo metieron en la cárcel y allí lleva ya un año sin ver a su mujer ni a sus dos hijos. Y entonces me pidió consejo: “¿qué hago?” me dice. ¿Qué le dices a alguien así, cuando te das cuenta de que su realidad es mucho peor que la tuya, esa por la que hace poco estabas llorando…? Bueno, hablé con él un rato y al cabo me dijo “Padre, ¿usted me puede confesar? He de pedirle perdón a Dios de muchas cosas”. Se levantó, se arrodilló delante de mí en medio de los demás presos y se persignó, y en ese momento se me derrumbó todo. Fue allí cuando me di cuenta de por qué Dios había querido que yo estuviera allí. No por ser yo, de verdad, podría haber sido cualquier sacerdote, pero si allí no hubiera habido ningún cura esa persona no se habría confesado.
¿Fue el único?
No, en la celda se terminaron confesando cerca de 18 presos, pero me habría bastado solo con uno para saber por qué Dios me puso allí. Al acabar, ya no tenía ninguna duda. Tardó en llegar la respuesta, pero llegó.
Una vez que ya sabías por qué estabas allí, ¿lograste salir?
El tercer día me volvieron a llamar al interrogatorio y me dijeron: “Si quieres salir de aquí, tienes que pagar una fianza”, y la cifra que me presentaron era exactamente la cantidad que llevaba en la cartera. Obviamente, me habían abierto las maletas, y ante la disyuntiva de verme con dinero en la celda o sin dinero en la calle, por supuesto escogí la segunda. Cuando estaba a punto de verme libre, me dijeron “Espere un momento”.
¿Aún había más dificultades?
Sacaron una grabadora, le dieron al play y entonces empecé a escuchar la grabación de mis conversaciones con el cardenal de cuando estaba en México. Al acabar, me increparon “¿qué tienes que decir?”. Pues les dije, más por nerviosismo que por otra cosa, “Si ya lo tienes grabado, ¿para qué me preguntas?”. Yo sabía que, si no decía nada, ellos no tenían legalmente ningún derecho a retenerme más días allí, así que insistí en echar el cargo sobre la grabación. Viendo que no iban a conseguir nada, me dejaron ir. Sin dinero, salgo del calabozo con las maletas y, al llegar a la calle, veo dos policías esperándome. Me dicen “nos hemos enterado que te han dejado en libertad, ¿te acercamos al centro?”, y yo de buena fe subí al coche. Ya había pagado, ¿qué más iba a pasar? Ahora reconozco que fui demasiado inocente, y es que no sabía que lo peor –o lo mejor- aún estaba por llegar.
Te sacaron del calabozo y subiste al coche con los policías, ¿dónde te llevaron?
Al llegar al centro de La Habana, pararon delante de una casa y me dijeron “aquí es donde te vas a quedar, tenemos instrucciones de no dejarte salir hasta nuevo aviso”. No entendía nada, pero me obligaron a entrar. Era un cuarto amueblado, con sofá, cama, lavabo… Mucho mejor que la celda, desde luego. Deshice mis maletas y, mientras estaba leyendo un libro que traía, se abre la puerta y entran cuatro chicas en ropa interior. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que el edificio era un prostíbulo.
¿Qué ocurrió entonces?
Al cabo de un rato de estar de pie, una de ellas me pregunta “bueno, ¿con cuál de nosotras te vas a quedar?” Ellas no sabían quién era yo, así que levantando la vista le dije “pues quédate tú misma”. Se fueron las otras tres y le ofrecí asiento en el sofá, dándole un libro: “toma, lee”. Descolocada, me cogió del brazo y me dijo “oye, ¿tú qué haces aquí?” “Yo no vine a hacer nada, a mí me trajeron”, y le empecé a contar mi historia. En ese momento la chica se puso a llorar y me pidió si podía contarme la suya.
Supongo que se la contó.
Sí, y es una historia dura. Hacía tan solo un año y medio que había acabado el bachillerato, y le ofrecieron un contrato como modelo en un congreso que iba a haber en La Habana. Al llegar, le pidieron los documentos y, al dárselos, le dijeron “tenemos tus datos, sabemos dónde vives, a partir de ahora vas a hacer lo que te digamos. Si intentas escapar, matamos a tu familia y te matamos a ti”. La chica me mostró una cicatriz que tenía en la espalda: “esta es de la primera vez que traté de escapar”. Luego me enseñó la de la segunda en la pantorrilla izquierda. “Ya no he vuelto a intentarlo”. En ese momento, ¿qué le dices a una chica de unos 20 años hecha un mar de lágrimas? Pues en mi caso, hablarle de la misericordia de Dios.
¿No es un poco inadecuado hablarle de eso en ese momento?
No, porque si la fe no es aquello que te mantiene en los momentos más difíciles, olvídate de que te sirva en los momentos tranquilos. Estuvimos hablando de la misericordia y del perdón de Dios. Recuerdo que me dijo “¿Tú crees que Dios puede perdonarme de todo lo que he hecho?” “Pues claro que sí”. A medida que íbamos hablando, ella se había ido cubriendo con una manta. La chica se acabó confesando, me lo agradeció y se marchó. A los cinco minutos, entró otra y lo mismo, “¿puedo hablar contigo?”. Se corrió la voz y aquello acabó siendo como una pescadería en la que se pide turno. A mí después de eso que no me cuenten cuentos chinos de que Dios no se acuerda de las personas que pecan o que sufren.
Si consigues despistar a los que te siguen, nos vemos aquí a medianoche”
¿Cuánto tiempo te quedaste en aquel edificio?
Allí estuve metido unos dos días y medio, hasta que llegaron los dos policías y me dijeron que ya me podía ir. Aún me quedaban cuatro días para el vuelo de vuelta, y me quedé en plan ¿qué hago? Recordé que cuando había estado allí la primera vez había conocido a un sacerdote, un párroco de La Habana, así que fui hasta su iglesia. Cuando le conté lo que me había pasado, no me dejó entrar. “Te están siguiendo”, me dijo, “no te puedo dejar pasar con ellos detrás. Vete, y si consigues sacártelos de encima, nos vemos aquí a medianoche”. Y me cerró la puerta en las narices.
Qué drástico…
Cogí las maletas, las dejé en una tienda que había allí para recogerlas después y empecé a pensar en todas las películas de espías que había visto. Me acuerdo que me paré ante el escaparate de una tienda para ver el reflejo de la gente que tenía detrás, y así durante unos cuantos cristales. Ya vi que había algunos que se repetían tienda tras tienda, así que me puse a correr y a doblar esquinas, y cuando vi que dos de ellos también corrían y doblaban esquinas no me quedó duda. Estuve como una hora corriendo, entrando y saliendo de portales buscando despistarles hasta que me tiré entre las plantas de un parque, y esperé. Al cabo de un rato, salí y vi que ya no me seguían, así que a la medianoche fui a la casa del sacerdote.
¿Y qué le dijo?
“¿Te siguen?” “Padre, creo que ya no”. Se sacó un papel del bolsillo y me dijo “Confía solamente en estas personas”, y me cerró la puerta. “No te puedo dejar entrar, porque sino tú y yo corremos el riesgo”. Abrí el papel y vi que era un listado de familias con sus direcciones, así que me dirigí a la primera dirección. Al tocar la puerta, escuché inmediatamente una voz desde dentro que decía “¿padre Miguel?”. Me quedé callado de la impresión, hasta que la voz repitió “padre Miguel, ¿es usted?”. El trato de usted me tranquilizó un poco, lo suficiente como para responder, y tal cual lo hice, se abrió la puerta, una mano me agarró de la camisa y me metió para adentro.
¿Era la policía?
Al principio estaba todo oscuro, hasta que encendieron algunas velas y pude ver que había en el cuarto como unas 40 o 50 personas, pero no eran policías. Me condujeron al centro de la habitación, donde había una mesa llena de papeles, y me dijeron que esos son los documentos que había de firmar. “El papel que el padre le ha dado es una lista de los sacramentos para los que él necesita su ayuda, y en esta casa necesitamos que celebre estas 20 bodas”. Toda esa gente estaba esperando al sacerdote para casarse, y en ese momento yo no sabía si reír, llorar o qué hacer. Tuve un momento de oración, y me decidí: comenzamos la misa, celebré las bodas en esa misma ceremonia y, al terminar, me dijeron “Padre, le están esperando en la siguiente casa”.
¿Más bodas clandestinas?
De camino, me encontré con los que me estaban siguiendo, pero logré despistarlos y llegar a la otra casa. Allí no eran bodas sino comuniones, pero aún así me chocó. Esas personas llevaban al menos ocho horas metidas en un piso esperando a que llegara el sacerdote a administrar el sacramento, un ambiente muy diferente a aquí en España. Allí se estaban jugando la vida por celebrar la misa.
Entonces su actividad de esos días fue ir de casa en casa para celebrar sacramentos a escondidas…
Exacto, me di cuenta de que el párroco me había preparado una ruta por diferentes casas para que celebrase los sacramentos a los que él no llegaba. En algunas casas llegaba y me decían “Aquí el padre quiere que coma” o “Aquí el padre quiere que descanse”. Cuando terminé la primera hoja, que debían ser unas 60 familias, me dieron otra igual. Al final debieron ser unas 90 casas, y todas esperando recibir a Jesús.
Eché a correr sin saber si las balas me iban a dar, sin saber si iba a llegar vivo a la esquina
¿En algún momento le cogieron sus perseguidores?
Dos veces casi lo consiguen. Hubo una en la que, mientras estaba celebrando la misa, alguien empezó a golpear la puerta. “¡Abran, es la policía, sabemos que hay un sacerdote ahí dentro!”. El padre de la familia le dijo a su hijo que me escondiera, y yo fui con él asustado. Junto con otro, levantaron la cama y una alfombra y allí había un hueco en el suelo: “métase ahí, padre”. Entré, me cerraron, y desde mi escondrijo escuché cómo entraban los policías, buscándome y amenazando a los que estaban allí. Ninguno dijo nada, a pesar de que se jugaban el ir a la cárcel. Esa gente estaba literalmente arriesgando su vida por esconderme. Yo creo que fue un milagro que a la policía no se les ocurriera levantar la cama. De esa casa, una vez terminado, me tuve que ir por la ventana, porque me esperaban los agentes a la salida.
¿Y la segunda vez?
Fue en otra casa y, de nuevo, me impactó más por la fe de la gente que por el hecho más morboso. El principio era lo mismo: estábamos en una casa y aporrearon la puerta. Aquí no esperaron, sino que la echaron abajo. Entraron dos policías, pistola en mano, y en esa habitación no había más puertas ni ventanas. Yo ya estaba rezando un acto de contrición cuando la persona que estaba junto a mí me dijo “¡Padre, por la esquina!” “¡Pero si hay un muro!” “No, es un muro falso”. Mientras los policías, seguros de que no podíamos escapar, se acercaban con calma, me lancé contra el muro.
¿Y era falso al final?
Sí que lo era, lo atravesé. Pero claro, el muro daba a la calle y estábamos en un segundo piso, así que me vi de repente suspendido en el aire. No me hice papilla porque alguien había colocado unos colchones en unos contenedores justo debajo del muro falso, como ruta de huida. De repente, una bala impactó contra el colchón justo a mi lado. Me pegué al muro y escuché cómo desde arriba me disparaban. Lo primero que piensas es “¡Corre!”, pero ¿hacia dónde? En cuanto escuché que paraban de disparar, porque se acabó el cargador o lo que fuera, eché a correr sin saber si me iban a dar. Con la adrenalina, creo que corrí como media hora. Me detuve porque no tenía sentido seguir corriendo ya, tomé aire, miré la siguiente dirección y fui hacia allá.
¿Sabes qué les pasó a los del piso del que escapaste?
No lo sé. No sé si los cogieron, si los dejaron ir o si están en la cárcel. A día de hoy lo único que sé es que se la jugaron por su fe, como en el resto de casas.
Después de estos días, ¿cómo consiguió salir de Cuba?
El último día, el de mi billete de regreso, me planté ante los dos que llevaban días siguiéndome y les dije “tengo dos noticias, una buena y una mala: la buena es que me marcho a México, la mala es que me habéis de llevar al aeropuerto”. No querían, pero acabé convenciéndoles de que era mejor para ellos que yo estuviera en ese vuelo de vuelta. Acabaron llevándome allá, y en el momento en el que ya iba para embarcar, me cogieron y me dijeron “agradécele a tu Dios que tienes boleto de vuelta porque, si no, estarías todavía metido en el calabozo”. Subí al avión y me fui. Hasta que no llegué a México no pude respirar tranquilo.
El autor de esta entrevista es el periodista Guille Altarriba.
Vamos orar pela Igreja que sofre!
ResponderEliminarQue o Senhor nos anime em seu amor, e em Cristo!
Se for preciso dar a vida e morrer por Cristo, morreremos!
Nossos irmãos estão morrendo na Africa e Oriente Médio, por causa de Jesus e seu Evangelho. Viva Jesus Crucificado e ressuscitado.