María
proclama que la llamarán bienaventurada todas las generaciones. Humanamente
hablando, ¿en qué motivos se apoyaba esa esperanza? ¿Quién era Ella, para los
hombres y mujeres de entonces? Las grandes heroínas del Viejo Testamento
—Judit, Ester, Débora— consiguieron ya en la tierra una gloria humana, fueron
aclamadas por el pueblo, ensalzadas. El trono de María, como el de su Hijo, es
la Cruz. Y durante el resto de su existencia, hasta que subió en cuerpo y alma
a los Cielos, es su callada presencia lo que nos impresiona. San Lucas, que la
conocía bien, anota que está junto a los primeros discípulos, en oración. Así
termina sus días terrenos, la que habría de ser alabada por las criaturas hasta
la eternidad.
¡Cómo contrasta la esperanza
de Nuestra Señora con nuestra impaciencia! Con frecuencia reclamamos a Dios que
nos pague enseguida el poco bien que hemos efectuado. Apenas aflora la primera
dificultad, nos quejamos. Somos, muchas veces, incapaces de sostener el
esfuerzo, de mantener la esperanza.
Porque nos falta fe: ¡bienaventurada tú,
que has creído! Porque se cumplirán las cosas que se te han declarado de parte
del Señor.
Autor: San Josemaría Escrivá.
Libro Amigos de Dios Punto 286
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