María era una niña alpina, nacida en las montañas. Sus ojos se acostumbraron a gozar los pastos verdes y frescos salpicados de flores coloridas y olorosas. Creció con la música en el alma de riachuelos y cascadas, del viento entre los árboles, del silencio en las cumbres nevadas, cuando podía subir alto por caminos abiertos por las cabras, en los días soleados de la primavera. Se casó con un niño alpino. Bueno, más bien con un joven llamado Juan que resultó, por cierto, trabajador y capaz. Tan capaz, que una vez casados pudieron pronto construirse su casita. Ella diseñó un entero jardín a base de geranios y crisantemos en el balcón de su alcoba que daba al valle. Juan barnizó las persianas de madera clara. Y cuando estaban abiertas las ventanas, escapaba al camino un aroma de hogazas de pan recién horneado, o de cabrito asado, o de un pay de mirtilo que María preparaba y era la debilidad de Juan, y de los niños que comenzaron a llegar.
El caso es que Juan, que por ser tan capaz trabajaba en una empresa
internacional de hidroeléctrica, fue
asignado a otro destino. Le pedían que se trasladara por algunos años
–no le dijeron cuántos- a supervisar las obras de una gran presa que se
construiría en Islandia. Con su familia, claro está.
La presa estaba localizada en una zona particularmente alta y fría.
Digamos la verdad, helada. El paisaje, casi permanentemente, consistía en unas
cuantas tonalidades de blanco sucio, el marrón oscuro de las cumbres peladas
que rodeaban el embalse, y una variedad de grises que se contagiaban unos a
otros entre las nubes que poblaban el cielo y el agua que poblaba la
tierra. Cuando había sol. Porque en Islandia, hay que recordarlo, es de noche
la mayor parte del día seis meses al año. Al menos esto es lo que le parecía a
María el lugar al que había llegado. Islandia es un país bello. Es verano la
otra mitad del año. Pero María al principio, como decimos en España, lo pasó
fatal. Y si no cayó en depresión es porque los alpinos son gente fuerte y sana,
así se tranquilizaba Juan cuando la veía llorar en los días más oscuros y
congelados del invierno y no sabía qué hacer para animarla.
Pero la verdad es que María y Juan se querían cada día más. Que los
meses y años en Islandia los
habían unido de tal modo que se consideraban cada día más felices y agradecidos
por haberse encontrado y elegido, por haber decidido dedicar su vida uno
al otro para siempre.
Y el día en que María descubrió esto, el sol
volvió a brillar en Islandia. No fuera. Dentro de su casa. Allá afuera
podía ser de noche, pero Juan era una presencia tan luminosa en su vida… Allá
afuera podía hacer frío pero había calor en su hogar. Su casa no tenía balcón,
y de flores ni pensarlo, tampoco había mirtilo para hacerle a Juan su pastel, y
el pan negro que les tocaba comer en aquellas tierras no era demasiado sabroso,
pero su esposo y ella se alimentaban de
miradas y de gestos, de palabras y caricias, de presencia, de confianza, de fidelidad
de tal manera, que no cesaban de encontrar día a día el modo de hacerse felices
mutuamente. El tocino suplía el cabrito, las galletas los pasteles, y
sus niños eran mil veces más bellos que todas las flores de su valle natal. Su
vida matrimonial se había fraguado al fuego de una estufa eléctrica y no del de
una chimenea. Al final, qué más
daba, si estaba Juan con ella.
Y entonces aquel día resultó que el embalse sereno frente a su casa, de aguas limpias y profundas, le
pareció hermoso; y miró a las montañas que lo rodeaban y las reconoció
como suyas. Algo había de entrañable, de familiar, de amado, en la
semioscuridad. Habían pasado muchos años allá. Años que, no cabía duda, habían sido inicialmente duros y dolorosos,
pero que, hoy lo reconocía conmovida, fueron sincera y plenamente felices; y de
ellos el paisaje, los alrededores de casa, la vecindad un poco desolada, había
sido testigo y protagonista. Esta
era su casa. Estas eran sus montañas, este era su lago, su lugar. Juan
llegó a casa aquella tarde y encontró a María cantando las baladas de su
tierra, canciones montañeras de su infancia. Cuando muchos años después, ya
ancianos y establecidos de nuevo en los Alpes, María y Juan evocaban los largos
años de Islandia - y eso que no narraban aquel día inesperado en que los
sorprendió, inolvidable, el espectáculo de la aurora boreal- , quienes los
escuchaban deseaban planear en la isla algunas largas vacaciones.
El caso es que la historia de María podría cambiarse por la de una chica
americana que se llamara Mary, se hubiera casado con un tal John en California
y se hubieran mudado al desierto de Phoenix. Donde en lugar de geranios en las
ventanas, el jardín podría contener algún cactus y poco más, y en lugar de
hielo, alrededor de casa habría solamente arena y polvo. Y podría cambiarse por la del alma que un día
se encontró con Dios y comenzó una historia con Él de amor y de amistad por los
caminos de la oración. Y que tras unos primeros años de consuelos
sensibles, comenzó a experimentar las arideces “desérticas” o “heladas” que la
invitaban al verdadero encuentro, al más profundo amor, a la unión.
No
redacto más. Sigan ustedes…
Autor: ANGELES CONDE
Título original: Cuando la oración resulta fría y oscura
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